Nació pesando dos kilos y medio, apenas un montoncito de carne oscura coronada por una cabellera renegrida y brillante que le cubría hasta los ojos. El padre lo definió como un bebé feo y lo apodó “El Chuqui”, por el muñeco malvado de las películas que solían dar por televisión. Al cumplir dos años, se había convertido en un niñito moreno de ojos vivaces, que caminaba ágilmente y se subía y bajaba de todo lo que encontraba en su camino. A los tres años comenzó a conocer las calles. Su padre lo llevaba, junto a sus hermanos mayores, en un viejo auto destartalado que parecía casi milagroso que pudiera ponerse en movimiento, y los conducía hasta alguna plaza de la ciudad para que pidieran monedas a la gente que transitaba por el lugar. A veces los acompañaba la madre, llevando en brazos el más pequeñito, y ella también pedía ayuda para conseguir alimentos o remedios, con voz lastimera y llorosa. El padre los esperaba en el coche, fumando incansablemente hasta la hora de reunirlos de nuevo para emprender el regreso al caserío miserable donde habitaban. A veces reunían dinero suficiente para comer y hasta para comprar vino para el hombre, pero si las monedas que le entregan eran escasas, prorrumpía en gritos amenazadores y hasta podía llegar a golpear a los niños, sobre todo a los más pequeños. Chuqui solía recibir más golpes que sus hermanos, porque a los ojos del padre nunca demostraba la habilidad suficiente para dejarlo conforme. El chico sentía que su padre no lo quería. Y la madre tampoco, ya que nunca hacía nada por defenderlo de las golpizas. Una tarde, mientras caminaba por una calle céntrica solicitando dinero para un hermanito enfermo, un automóvil se detuvo junto a él. «¡Hola, nene! ¿Te gustaría tener cincuenta pesos, todos para vos?» El chico lo miró con curiosidad. Era un hombre joven, bien vestido, muy blanco y rubio, que lo miraba con una sonrisa amable; no le pareció sospechoso. «¿Y qué tengo que hacer?», preguntó. «Sólo venir conmigo, a dar una vuelta. Me siento solo, me gustaría pasear acompañado por un chico tan lindo como vos, ¿vamos?» El Chuqui miró por encima del hombro para ver si su padre lo estaba observando, pero el auto estaba fuera del alcance de su vista; se encogió de hombros y dijo que sí. El hombre lo llevó a dar una vuelta por la ciudad, lo invitó a tomar un helado, le compró una remera nueva en un puesto callejero. Después lo invitó a ir a su casa, allí le daría el dinero prometido, dijo, porque había resultado un buen niño. Bajaron en una casa muy grande, rodeada de un hermoso jardín con árboles y plantas bien cuidadas, que el Chuqui miraba con asombro. El joven lo llevó directamente al cuarto de arriba, un enorme dormitorio con espejos y luces de colores en las paredes. «Ahora vamos a jugar un rato, vas a ver qué bien la vamos a pasar... Después voy a llevarte de vuelta a tu casa, y voy a darte el dinero, si te portás bien, ¿vas a portarte bien, ¿verdad?», dijo el muchacho, sentándolo en el medio de la cama. Después empezó a besarlo suavemente, acariciándolo con lentitud, susurrándole palabras cariñosas junto al oído. El Chuqui no entendía nada, pero lo dejaba hacer; el hombre era cariñoso, después de todo, su padre nunca le había dado tantos besos, ni siquiera su madre. El juego continuó con el chiquillo desnudo, el joven manejando su cuerpo para colocarlo en extrañas posiciones, siempre hablándole y diciéndole palabras afectuosas, que calmaron el miedo que sintió cuando lo puso boca abajo, cuando le dijo que era lindo, que bello chico, que hermoso chico encontré al fin... El hombre cumplió a medias con su promesa. Le dio los cincuenta pesos, pero lo dejó abandonado en la calle, a pocos metros del lugar donde lo había recogido; lo ayudó a bajar del coche y lo despidió con un beso, agradeciéndole por haber sido tan bueno y dócil. Pero el Chuqui no volvió a su casa. Siguió vagando por las calles de la ciudad toda la noche, durmió en el portal de una casa, retomó el camino durante la mañana, buscando el parque donde debería estar el auto de su padre, esperándolo. Pero no pudo encontrarlo, y supo que se había quedado solo. A los cinco años había perdido todo vestigio de inocencia, y ya no tenía más familia. Continuó pidiendo, se unió a otros chicos de la calle que vivían de las limosnas y dormían en los portales, los bancos de las plazas o del subterráneo, se acostumbró a decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era malo, aprendió a manejar el escaso dinero que recaudaba, a eludir a los trabajadores sociales que intentaban reclutarlo para vivir en hogares para chicos sin familia y a los policías que lo miraban como delincuente en potencia. Tenía ocho años cuando aspiró por primera vez el pegamento de aquella bolsita de plástico, refugiado en la oscuridad de los zaguanes, escondiéndose en los portales y los huecos de los comercios cerrados. Empezó a hurtar frutas de los puestos callejeros, pronto se hizo diestro en arrancar los bolsos de las mujeres que caminaban mirando vidrieras, más tarde aprendió a sustraer las billeteras de los bolsillos de los hombres en las paradas de colectivos o en el andén de los subterráneos. Eso era más fácil que pedir, y le daba más emoción y más resultados. Podía comprarse cigarrillos, podía beber cerveza ante los ojos azorados de los turistas que salían a sacarse fotografías en los barrios tradicionales de Buenos Aires, hasta les cobraba en dólares para que permitirles sacarle una foto. Un día, otro chico le enseñó a forzar las ventanillas de los autos para sacar los pasacasetes. En uno de esos coches encontró un arma, y se la guardó como trofeo, para alardear ante sus amigos, pero también para usarla alguna vez, si hacía falta. La ocasión llegó una noche, cuando deambulaba por una calle de barrio, sin dinero, con frío y un intenso deseo por conseguir una dosis de aquel polvillo blanco que conseguían de un moreno que todos los días se acercaba en moto al grupo de chicos de la calle para ofrecer su mercancía. Era algo especial, lo hacían sentir bien, olvidar las cosas feas que iba acumulando en su alma, imaginarse mundos diferentes donde todo lo bello era posible y el amor, la familia, el calor de hogar estaban a su alcance. Tenía que conseguir dinero, pero tenía que ser esa misma noche, enseguida, antes de que la ansiedad lo enloqueciera... Entonces vio la parejita, que caminaban abrazados por la vereda de enfrente, conversando en voz baja, sin advertir su presencia. Se cruzó sigilosamente, aprovechando el cono de oscuridad de un farol con el bombillo quemado, y se acercó a la pareja sin hacer el menor ruido. Sacó el arma del bolsillo de la campera y lo apoyó contra el hombre. «Dame la plata o te mato!», ordenó, sorprendido él mismo de que su mano no temblara y su voz sonara fuerte y firme, como la de un adulto. «Está bien, tranquilo...», susurró el otro, sin perder la calma. «Voy a darme vuelta despacio, tengo la billetera acá, adentro de la campera, no te pongás nervioso...», siguió el hombre, mientras iba girando con lentitud el cuerpo. «¿Esto querías?», preguntó, y el Chuqui apenas tuvo tiempo de ver fugazmente el brillo del metal en las manos del hombre. Dos balazos, dos balazos a quemarropa, un grito agudo, una maldición entrecortada y una silueta frágil cayendo sobre la acera. El cuerpo del Chuqui. Algunos vecinos atinaron a encender las luces de los jardines, se atrevieron a mirar a hurtadillas por las ventanas hacia la calle. «Mirá, parece que quisieron asaltar al novio de Patricia!» descubrió uno de los vecinos. «¡Con quién se fueron a meter! ¡Nada menos que con un policía!» El policía se inclinó sobre el cuerpo caído, en el que una mancha de sangre comenzaba a hacerse más y más grande; su novia, cubriéndose la boca para sofocar un grito, se arrodilló a su lado. «Pero si es apenas un pibe, Juan... Mataste a un pibito...», murmuró. Y él le contestó: «Un chorro. Un maldito chorro, eso es lo que era. ¿No viste que nos estaba amenazando con un arma?»